La imprudencia
«I’m the enemy.»
The pretender, Foo fighters
La vida –mi vida, por supuesto- se construye a golpe de imprudencia. Esto es reconfortante: la imprudencia te convierte en dueño de tus actos. Las trascendentales disputas sobre el azar y el destino se vuelven inútiles siendo un consciente imprudente.
La imprudencia te libera de sentirte amenazado, te libera de buscar culpables a tu alrededor. El imprudente sabe que él mismo es el enemigo. Esto tiene sus ventajas, pero –claro está- también sus inconvenientes. Es obvio que tener el enemigo en casa facilita en gran medida las cosas: sabes de qué pie cojea pero él también lo sabe (de qué pie cojeas tú y él). Así que el imprudente se pasa la mayor parte del tiempo tirando y aflojando de los dos extremos de la cuerda.
El imprudente nunca deja de pensar. En lo que ha hecho, en lo que no ha podido hacer, en lo que está o no haciendo ese mismo momento. Planear es su vicio más secreto. Por eso es difícil que su concentración dure demasiado. Dando clase a sus alumnos, estudiando una materia de su agrado, borracho y feliz con su gente, follando con la mujer perfecta. La concentración se esfuma.
Como digo, el imprudente siempre tiene el enemigo soplándole en la oreja, por tanto, siempre finge, siempre actúa. Esto no quiere decir que mienta: cuando sonríe, sonríe de verdad pero el semblante serio –huidizo, distraído- que muestra justo después de sonreír no es menos cierto.
Porque saberte dueño de tus actos reconforta. La imprudencia, el enemigo, las verdades (las de mentira y las de verdad) reconfortan. Pero, eso sí, todavía no han sido capaces de quitarme este frío que deja la soledad.