Esperaba cada mañana, todavía ansioso los primeros meses, la señal que le habían predicho. Sólo sabía que ocurriría por la mañana. Subía, intuitivamente, la persiana, miraba por la ventana y buscaba algo fuera de lo habitual: una nube con forma peculiar, un pájaro volando de manera extraña, algún movimiento inusual de su metódico vecino –que tenía la costumbre de salir cada mañana a la terraza a fumarse el primer cigarrito del día-, cualquier cosa. Pero no. Nada le parecía una señal.
Con el tiempo, el ansia se transformó en costumbre y la búsqueda de señales era ya un paso más en su rutina diaria. Aquella mañana, cuando –aún medio dormido- subió la persiana, no tuvo que entornar los ojos por la claridad. Una extraña ceguera nublaba sus pupilas. Parpadeó varias veces. Se restregó las manos por los ojos con violencia. El nerviosismo le ahogaba el pecho. Abrió la ventana. El fresco mañanero de noviembre tampoco funcionó. Aterrorizado, se dio la vuelta en busca del teléfono para llamar a urgencias. Mientras se golpeaba con todos los muebles que encontraba a su paso, el vecino llamaba a sus hijos para que vieran cómo una bandada de golondrinas se chocaba, sin descanso, contra los árboles del parque.
1 comentario:
Tan cruel como la vida misma...
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