Todos los escritores –los grandes y los chupatintas– han sido citados a juicio en el desierto de Sahara. Por cientos de miles este ejército poderoso pisa las candentes arenas, tiende la oreja –la aguzada oreja– para escuchar la acusación. De pronto sale de una tienda un loro. Bien parado sobre sus patas infla las plumas del cuello y con voz cascada –es un loro bien viejo– dice:
–Estáis acusados del delito de grafomanía.
Y acto seguido vuelve a entrar en la tienda.
Un soplo helado corre entre los escritores. Todas las cabezas se unen; hay una breve deliberación. El más destacado de entre ellos sale de las filas.
–Por favor… –dice junto a la puerta de la tienda.
Al momento aparece el loro.
–Excelencia –dice el delegado–. Excelencia, en nombre de mis compañeros os pregunto: ¿Podremos seguir escribiendo?
–Pues claro –casi grita el loro–. Se entiende que seguirán escribiendo cuanto se les antoje.
Indescriptible júbilo. Labios resecos besan las arenas, abrazos fraternales, algunos hasta sacan lápiz y papel.
–Que esto quede grabado en letras de oro –dicen.
Pero el loro, volviendo a salir de la tienda, pronuncia la sentencia:
–Escribid cuanto queráis –y tose ligeramente–, pero no por ello dejaréis de estar acusados del delito de grafomanía.
(1957)
El que vino a salvarme (1970)